En
mi vida he pasado un vuelo tan malo como el de China a Bangkok. Había
tantas turbulencias y el vuelo se movía tantísimo que la gente
empezó a vomitar en las bolsitas dispuestas en el bolsillo del
asiento delantero para este fin. Yo cerraba los ojos y pensaba en que
quizás fuera mi último día de vida, en serio os digo que lo pensé,
y veía a Pablito con sus ojos cerrados y las manos sudándole
agarradas a las mías. Lo cómico de la situación es que la gente
pulsaba el botón de llamada a la tripulación. Y el azafato acudía
diligente a recoger las bolsitas llenas de pota y les daba a los
afectados una nueva vacía. Y ver a ese hombre dando traspiés por el
pasillo con las manos cargadas de bolsitas de pota era surrealista.
Yo tenía ubicada la mía, porque conociéndome como me conozco sabía
que la llenaba pero hasta los topes. Pero mira que parece que el Naga
Pelangui hizo mella en mí, porque os juro que desde que me bajé del
barco no he vuelto a marearme nunca más, y eso que fueron sólo 24
horas! Pero os digo de verdad que me cambió la vida. Pues volvamos
a la situación, el avión moviéndose a lo bestia, haciendo caídas
libre de varios segundos, la gente vomitando y el azafato dando
paseítos con las bolsitas de pota. Os juro que por mi cabeza pasó
de todo, incluído acordarme de la razón que tiene mi cuñada con su
pánico a volar, pero lo primero fue pensar que si salía viva de
allí no volvía a montarme más en un avión en mi vida. Vamos que
os digo que me vuelvo en el transiberiano, Pekín-Moscú en tren y ya
haré autoestop hasta mi casa, pero yo no cojo más un avión ni
soñando. Que miedo tan grande pasamos. Pero dos horas y media
después aterrizamos en Bangkok, que yo casi que beso el suelo en
plan Papa, que alegría más grande de tierra firme. Que no quiero
aire ni agua!!!, que nada más que quiero tierra, que yo pueda salir
corriendo en un momento dado. Ay por dios, que ratito más malo.