Yangón y Bangkok: tan cerca y tan diferentes


El último post de este viaje comienza con una bolsita potadora en las manos. Y este terrible momento se debió al vuelo en el que fuimos desde la playa de Ngapali hasta Yangon. Se podría decir que en este viaje hemos cogido demasiados vuelos, o al menos, mas de lo habitual. Pero las distancias son muy grandes, los autobuses muy malos y Pablito estaba demasiado quemado del curre como para pegarse palizas nocturnas en autobuses de mala muerte. Así que nada, nos decidimos por la comodidad del avión y hacer un trayecto en una hora en vez de en 12. Pero los aviones aquí no se encuentran entre la élite de la aviación mundial, a pesar de no ser, ni de lejos, de los peores aviones que hemos cogido en nuestras vidas. Pero esa mañana amaneció el cielo muyyy negro y cayendo el diluvio universal. Eso unido al cutre-avión en el que teníamos que volar sumaba dos factores tan difíciles de unir como el aceite y el agua.

Allá que nos montamos los cuatro, Pablo y Javi con su normal comportamiento de almeja, Sonsoles y yo con nuestro normal comportamiento de histéricas. Y claro, cuando ese avión se metió en esa maraña densa de nubarrones negros y empezó a dar bandazos y algún segundo de caída libre, en el que Pablo asegura que la mesita sobre la que reposaban nuestras cajitas de desayuno con sendos pastelitos botó bastante alto, empezó la diversión. Yo no vi nada porque llevaba los ojos cerrados y mi bolsita potadora entre las manos. Y de verdad que fue un milagro que no potara. Fueron esos minutos en los que realmente me pregunto por qué soy así, por qué me empeño en viajar cuando sería más feliz veraneando en Rota sin más peligro que que me atropelle el de la carretilla de la cocacola. Pero no os preocupéis, que pasado el peligro recuperé la cordura, o la locura: el bicho viajero que me posee puede más que mil tormentas dentro de un avión de hélice.  

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